En el diván con Lucifer

En el diván con Lucifer

Voy a ser claro: esta ha sido mi serie del verano. Ni The Handmaid’s Tale (menudo tostón de temporada), ni Big Little Lies, ni Mindhunter (ojo, me parece de lo mejor del año), ni estrenos varios. Ha sido mi serie del verano porque, básicamente, la he consumido en cuestión de meses en su totalidad, y no lo habría hecho de no estar disfrutando con lo que me cuentan en la actual serie de Netflix (antes de FOX). No obstante, no está exenta de defectos, a pesar de sus virtudes. Vamos a ello.

La idea es simple: el Diablo, harto de su tarea como caudillo del Infierno, se marcha y muda a nuestro planeta, y empieza a vivir su día a día entre la raza humana. ¿Y en qué decide ocupar la mayor parte de su tiempo? Pues en resolver crímenes en Los Ángeles, ayudando a una detective del departamento de homicidios. La premisa es procedimental que tira para atrás, y no es la nota diferencial con respecto a la enorme cantidad de ficciones que abundan de su género. Aquí, lo fundamental y hace que la serie valga la pena es el papel de Tom Ellis como Lucifer. Tras haberlo conocido en persona hace unos meses, no sé deciros hasta qué punto vemos cosas de Ellis en Lucifer, o de Lucifer en Ellis. El intérprete británico hace suyo el personaje y ese es el principal motivo por el que la serie no se cae a pedazos con el paso de las temporadas. El carisma que desprende lo equipararía (por decir un ejemplo siguiendo en el mundo procedimental) al de James Spader en The Blacklist y su Raymond Reddington. La ficción de NBC debió acabar hace mucho, anclada en su fórmula de casos episódicos y esa trama de fondo que no parece encontrar su fin, pero no hay ningún reproche a la actuación de Spader. Lo mismo pasa en Lucifer; Tom Ellis compensa el tener que tragarse tres temporadas de FOX y sus episodios procedimentales consiguientes.

Siguiendo con el tema del carisma, otro punto clave de la historia es la dupla Lucifer-Chloe, que (volviendo con las comparaciones) se asemejan mucho (demasiado) a la que formaron en su día Castle y Beckett; de hecho, hasta suenan parecido los apellidos de las detectives (Decker y Beckett). Y aquí, queridos lectores, a pesar de Tom Ellis y su Lucifer, la victoria se la lleva Caskett (nombre del ship que se le otorgó a los protas de la ya terminada serie de ABC). Nathan Fillion es otro de los que logró que no distinguiéramos la línea que separaba a Castle de él, y su carisma fue uno de los mayores atractivos (por no decir el principal) de la serie, y la aportación de su compañera detrás de las cámaras era equivalente. El personaje de Kate Beckett tuvo un desarrollo mejor, con muchas más capas a lo largo de los años, y su historia de orígenes motivó gran parte de las tramas principales de las temporadas de Castle. Además, su vínculo creo que es uno de los mejores que he visto desarrollarse en todas las series que he visto. En Lucifer no pasa esto.

El personaje de Chloe adolece en comparación al de Lucifer; él juega en Champions League y ella lucha por la permanencia en Primera División. Hay un punto muy interesante, que es que ella se convierte, literalmente, en el punto débil del Ángel Caído, pero nunca supieron aprovecharlo como toca. El tema de la química, casi mejor lo dejamos estar, porque, o yo estoy ciego y no veo más allá de mis narices, o roza lo inexistente. Si construyes tu serie sobre la premisa de que la pareja Lucifer-Chloe debe ser la piedra angular sobre la que gira gran parte de la historia, debes tener una dupla de intérpretes que se compenetre a la perfección, y no es el caso. Es más, veo más química de Lucifer con una incorporación que tuvo lugar en el traslado a Netflix (no diré más para no spoilear) que con Chloe, y eso es bastante grave.

Por suerte, los personajes secundarios son todos bastante interesantes, quizá con la excepción de Dan, que llega a ser cargante en algunos momentos de la serie, pero también tiene sus fases buenas y le notas cierta evolución. Amenadiel, Maze, Ella, la doctora Martin, así como personajes que se incorporan posteriormente como Charlotte (interpretada por Tricia Helfer) o Pierce (al que da vida Tom Welling) dan mucho juego durante el desarrollo de la ficción, y todos tienen momentos de protagonismo destacado, y han sabido hacer lo que no han hecho bien con Chloe: son grandes complementos para Lucifer. La relación (no sentimental) que tiene con Charlotte, Amenadiel siendo su contrapunto, la evolución más que destacada de Maze, o ese punto de vista humano que le aporta Linda, todo eso hace crecer al personaje de Lucifer con el paso de las temporadas y hace que el espectador disfrute de momentos al margen de las actividades del Diablo, porque todos estos secundarios cumplen perfectamente su función y se integran a la perfección en el escenario global que nos plantea Lucifer.

Os parecerá de risa, pero el foco principal de la ficción (o al menos para mí lo es), es la evolución que protagoniza Lucifer con el paso de las temporadas, gracias en parte a su colaboración con el departamento de homicidios, pero, principalmente, a sus sesiones de terapia con Linda. Creo que algunos de los momentos más disfrutables de la serie nos los brindan en las escenas entre ambos personajes, cuando ella logra que (con dificultades) él se abra y hable de sus daddy issues y los diferentes traumas que acarrea desde los albores de la creación, y dé los pasos necesarios para ir evolucionando como persona. A colación de este tema, una de las cosas que más disfrutaba con The Sopranos era cuando Tony iba a la consulta de la doctora Melfi y le contaba sus problemas con los patos (y con otras muchas más cosas). No estoy diciendo que sean situaciones equiparables, pero ver esa vulnerabilidad y los progresos que va obteniendo Lucifer con el paso de las temporadas me gustó mucho.

Voy a romper una lanza en favor de Netflix, porque el momento elegido por FOX para cancelar la ficción tras la conclusión de su tercera temporada es, cuanto menos, deleznable. Esta cadena tiene la virtud de mandar a paseo a series que alcanzan un nivel cuanto menos destacado, o que cierran sus entregas con cliffhangers del tamaño de una catedral (como en esta ocasión), y deberían hacérselo mirar. Además, esos dos episodios extra emitidos tras la conclusión de la tercera son, innecesarios, y están completamente desubicados. Por suerte, Netflix le concedió una vida extra que ha sabido aprovechar muy bien. Creo que la mejor entrega es la que tiene en la plataforma streaming, entre otras cosas, por dos razones que han sabido aprovechar muy bien con la última temporada de La Casa de Papel (también repescada de Antena 3): menos episodios y más directos. Sigue habiendo aspectos procedimentales, sí, pero la trama de fondo no da tantas vueltas ni se diluye tanto con el paso de los capítulos como sucedía en FOX. Concentrada, la trama de la cuarta ha dado mejores resultados y aunque sus episodios duren un pelín más que en su cadena de origen, son más satisfactorios y entretenidos, porque aúnan la base procedimental y la trama principal mucho mejor.

El año que viene nos despediremos de Lucifer en Netflix, y han anunciado que tendrá 16 episodios, seis más que los que hemos disfrutado en esta cuarta. No sé si eso es mejor o peor, pero confío en que, aunque mantengan lo procedimental, centren sus esfuerzos en desarrollar más que nada la trama principal y le den un final a la altura, que no hayan sido en balde estos dos años en Netflix. Si queréis una serie fácil de ver, sin pretensiones, entretenida, con un gran protagonista, y que sirva de «vaciacocos» a la perfección, Lucifer es vuestra serie.